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Triduo Pascal 2019



Pensar en volver el lunes al tra­bajo resulta tedioso des­pués de haber vivido durante tres días el mis­te­rio de la fe. Peor aún, es pensar que hay que espe­rar un año más para poder vivir esta expe­rien­cia tan bella e ini­gua­la­ble pero dolo­rosa a su vez.

Acom­pa­ñar a Jesús en Get­se­maní y com­par­tir con Él la agonía que sufrió en su cora­zón antes de que lo cru­ci­fi­ca­ran. Ver las caras de per­ple­ji­dad y de vacío, al mirar la pared de la igle­sia y sola­mente encon­trase con la silueta de la cruz. La curio­si­dad de los ros­tros de los niños y la admi­ra­ción de las per­so­nas del barrio al ver el Vía Crucis pasar -¿Qué es lo que pasa? ¿Quién ha muerto?-. Es que incluso las nubes y el sol estu­vie­ron aten­tos y nos acom­pa­ña­ron en estos días.

Toda esta oscu­ri­dad y deso­la­ción cambia en la Vigi­lia Pas­cual, el anun­cio del Pregón Pas­cual nos enca­mina a la Resu­rrec­ción y de repente todo el templo pasa de estar oscuro y frío a lle­narse de luz, flores y ale­gría. La ale­gría de esa noche era aún más grande al saber que Pauli reci­bi­ría su bau­tizo. La mañana del domingo de Resu­rrec­ción ama­ne­cía con un sol radiante que ilu­mi­naba todo el barrio e ine­vi­ta­ble­mente se sentía un ambiente de paz y de gozo. ¡Es que Cristo había ven­cido a la muerte!.

El día domingo ter­mi­naba con un rico asado con los amigos y gri­tando los goles de la pichanga, pero surgía en el cora­zón el pro­fundo deseo de que todo comen­zara de nuevo.

Stephanie Bartelt

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